Madrid ardió, el lunes 4 de noviembre de 2013.
La altura de las llamas se equilibró con el nivel de indignación de los
empleados de limpieza madrileños, que habían tragado desde verano la inquietud
que supone la privatización del servicio público en el que trabajas. Ese lunes,
miles de barrenderos y jardineros se manifestaron en el centro de Madrid y
muchos de ellos quemaron sus uniformes en la Puerta del Sol como preludio de
una huelga histórica que iba a comenzar en unas horas.
Amanece el centro de Madrid.
En el segundo día de la huelga de basuras, a las siete de la mañana, las
tiendas permanecen cerradas y el sol se abre paso entre los tejados; los coches
desfilan por el asfalto y una niña se agarra a la mochila mientras pregunta a
su padre por qué hay tanta basura en la acera; una joven contempla el
escaparate de una tienda rodeada de desechos y un mendigo yace a su lado como
un desecho más.
Los
sindicatos convocaron esta huelga indefinida ante el Expediente de Regulación
de Empleo (ERE) anunciado por las cuatro empresas dispuestas a comprar el
servicio desde verano, que pretendía dejar en la calle a 1.134 trabajadores (de
los 6.000 totales) y recortar el salario un 43%. Si me permiten, retrocedemos
al mes de agosto: entonces, el ayuntamiento de Madrid pretendía recortar el presupuesto en limpieza viaria y abrió
un concurso público en el que pedía una rebaja 10% del presupuesto inicial, que
era de 2.316 millones de euros. Por lo tanto, las empresas que más barato
ofrecieran sus servicios se llevarían los contratos. Las cuatro empresas
ganadoras fueron: Ferrovial, Valoriza (del grupo Sacyr), FCC y OHL. Entre
todas, ofrecían una reducción del presupuesto a 1.943 millones por hacer el
servicio, es decir, un 16% del total. Esta diferencia de presupuesto que
ofrecen las empresas al ayuntamiento es el origen del conflicto. De esta
manera, las empresas alegan que no pueden establecer su presupuesto si no es a
costa de la reducción de plantilla
y el recorte salarial. Esta medida está facilitada por la ausencia de una
exigencia que mantuviese el empleo en el pliego realizado por el ayuntamiento.
Ana Botella llamó a esto un “cambio de filosofía”. Lo que hizo fue una
“subrogación”: comprometerse a contratar a los trabajadores, pero no a
mantenerlos. Ninguna empresa privada iba a renunciar a su margen de beneficios,
eso estaba claro.
En el barrio de Chueca, el
mediodía de la cuarta jornada de huelga tiene un suelo pegajoso y un olor
tangible. Las vecinas miran con los brazos cruzados cómo la mierda gana terreno
poco a poco. Los niños se divierten con ella, como lo hacen con la ola que
acaba débil en la orilla. Los rayos del sol penetran en el interior de los
montones de basura buscando el florecimiento de una lata o de una flor
marchita. Difícil.
En
el transcurso de la huelga, se sucedieron intentos de acuerdo, pero lo que se
conseguía era más distanciamiento. En esas disidencias, Juan Carlos del Río,
responsable de UGT, anunciaba en Hora 25 de la Cadena Ser: “empezaremos
a hablar cuando se retire el ERE y se readmitan a los 350 trabajadores
despedidos el 1 de agosto (limpiadores y jardineros)”. Si hacía falta más
tensión al asunto, la alcaldesa Ana Botella se encargaba de añadirla, al decir
que se trataba de un problema entre empresas y trabajadores. Si algo piden los
ciudadanos a los políticos, es que adopten una postura conciliadora en un
conflicto. En vez de “lavarse las manos” y subirse a su coche oficial.
En el quinto día de huelga,
la Gran Vía, aparentemente limpia, recibe la noche escondiendo los trozos de
basura, como el chaval que esconde el tabaco cuando sus padres llegan a casa.
Lo mismo ocurre en el paseo del Prado, pero al entrar en una calle menos
galardonada la mierda te devuelve a la realidad.
“Madrid,
capital de la basura”, tituló el diario conservador Frankfurter Allegmeine en el ecuador de la huelga. Junto a este
periódico, otros medios internacionales como la BBC, Le Monde o The World
Street Journal se hicieron eco de la mierda que vestía Madrid. Sus párrafos
acusaban a la alcaldesa como persona equivocada para ejercer el cargo y
atribuían esta situación al gran endeudamiento –la ciudad con más deuda en toda
España- de la capital. En los medios nacionales también se hablaba de la
huelga. Sobre todo de la estética de la ciudad; daba la sensación que
preocupaba más la apariencia del asunto que su verdadero trasfondo: un gran
número familias sin trabajo, una reducción salarial que volvía a ahogar a los
más débiles y la nueva privatización de un servicio público. Como sacar la
basura, esto se está convirtiendo en un hábito rutinario. Además, cada uno
desde su trinchera, los partidos políticos respaldaban o culpaban a los
trabajadores por el aspecto de la ciudad.
En el séptimo día, el barrio
de Salamanca y la calle Génova están impolutas. Sí. Parece ser que hay personas
que viven aislados en una, o varias, nubes. Tarea complicada en estos días de
constantes gritos e incendios.
Lo
que realmente importa: ¿qué se decía en la calle? ¿qué opinaban los ciudadanos?
. Sin duda, la basura en las calles era el tema de cada conversación. Era
difícil no encontrarse con personas que señalasen los residuos mientras
fruncían el ceño “Ahora mismo venía pensando en eso”, dice Mari Carmen cuando
la pregunto sobre el aspecto de las calles. “Da pena salir a la calle. Los
trabajadores tienen todo su derecho a hacer huelga, pero que no nos llenen la
calle de mierda”. Y es que era curioso ver cómo muchos contenedores estaban
semivacíos y las bolsas de basura –algunas rajadas- se aglomeraban al
alrededor. No hay que generalizar, pero hubo trabajadores que esparcían los
desechos para que la huelga tuviese más visibilidad y afectase más, buscando
una reacción en los altos cargos. Además la mayoría de las noches se quemaron contenedores,
aunque luego se demostró que no todos los detenidos –en total, 19- eran
trabajadores. Moisés, un joven ghanés que lleva viviendo doce años en España,
no fue el único que se acordó del gran número parados como solución al
conflicto: “Hay mucha gente que estaría dispuesta a limpiar esto por
dinero”. Desde los primeros días,
se sucedió la curiosa imagen de los policías escoltando a los trabajadores para
que se cumplieran los servicios mínimos. De hecho, el gobierno pretende
establecer una nueva ley de “servicios mínimos” a raíz de esta huelga, pero ese
es otro tema.
Chema,
periodista, intenta convencer a su amigo de que la intervención del Ejército
para limpiar las calles es una posibilidad seria; y es que se consiguieron
24.600 firmas en la petición a través de Change.org.
Stefany
es francesa y recuerda con una sonrisa cómo era Madrid cuando ella lo visitó de
pequeña. Ahora ha venido a ver a un amigo suyo y se ríe por el estado de las
calles: “lo peor es cuando se levanta el viento”, bromea.
“Madrid
es la puerta de Europa para los latinoamericanos”, menciona Javier, un
venezolano que ha venido a pasar unos días con su familia. “Esta es la cuarta
vez que vengo a la ciudad y nunca la vi tan mal. La imagen es penosa”, dice apartando una de las tantas latas
que hay en la acera. Algunos turistas pretenden evitar la realidad y a la hora
de posar en una foto, gritan: “¡no me saques con la basura detrás!”.
Impresiona
como la mayoría de personas con las que hablé, a pesar de que la mierda los
comiese sus portales, sus calles, su realidad, apoyaban a los trabajadores.
En el noveno día, la calle
de las Huertas, zona de copas y hostelería, se distinguen montones de basura
orgánica. Huele fatal. Entrantes, primeros platos, segundos y postres, menús
baratos servidos en baldosas: una relaxing
fast food madrileña, vamos.
Nunca
viene mal fijarse en los orígenes de las cosas. En este caso, el conocido por
“capitalismo de amiguetes”, es decir, estos grandes negocios con el dinero de
todos entre amigos: empresarios y políticos, comenzó hace unos 20 años. El
Partido Popular aseguraba que Madrid, por esa época, tenía un apartado de
limpieza urbana desastroso y de mucho coste.
Este
juego de contratas y privatizaciones lo inició una vieja conocida en la
capital: Esperanza Aguirre, como concejala de medio ambiente. Fue sustituida
por López Viejo (imputado en el caso Gürtel), que continuó con el plan de
privatizaciones en su etapa. Se abrió un nuevo concurso público en el que se
presupuestaron 65 millones de euros y las empresas acabaron cobrando 161
millones, casi el triple. Esa es la amistad entre empresarios y políticos.
En la noche del undécimo
día, al barrio más multicultural de Madrid, Lavapiés, la huelga le afecta de
otra manera: los niños senegaleses juegan al fútbol con las latas de cerveza y
los cartones son reutilizados por personas que se preparan para pasar la noche
en la calle.
Tras nueve días de huelga, Botella convoca una
rueda de prensa, en la que da un ultimátum de 48 horas a los trabajadores. Si
en dos días las calles de Madrid seguían encharcadas de basura, la intervención
de la empresa pública TRAGSA –con un despido del 16% de su plantilla en el
horizonte- sería inminente. El comité de empresa, desde un primer momento, se
negó a ejercer de “esquiroles” y perjudicar el esfuerzo de sus compañeros. Por
eso, TRAGSA acabó recurriendo a Empresas de Trabajo Temporal (las ETT) para
cumplir los servicios mínimos. En una tarde, se solicitan 110 trabajadores que,
dada su situación de desesperación económica, aceptan la jornada aún siendo
conscientes de la tensión presente y el riesgo que eso suponía. La madrugada
del sábado 16, las calles madrileñas recibieron con alegría a los empleados
temporales que cobrarían 85 euros por la noche. Allí estaba también ella, Ana
Botella, que se acercó a supervisar –enfundada en su abrigo de piel- el
cumplimiento de la partida. En dos días se recogieron cerca de 610 toneladas de
residuos, según estimaciones municipales.
El 17 de noviembre, después de una intensa noche
de negociaciones entre sindicatos y empresas adjudicatarias, se llegó a un
acuerdo. Los 1.134 trabajadores afectados por el ERE se reducen a cero. Ningún
despido. Mientras que los recortes salariales se quedan en una congelación de
sueldos por tres años (hasta 2017) y con expedientes de regulación de empleo
temporales. El acuerdo se cerró tras 15 horas de asambleas en las que los
trabajadores aceptaron las nuevas condiciones del contrato. Los jefes
sindicales calificaron la huelga como “exitosa”, dado el panorama negro que
antes se presentaba. Aunque algunos trabajadores lamentaron no haber podido
recuperar a esos trabajadores que fueron despedidos en agosto.
En una realidad cada vez más sensorial como la
actual, en la que las personas se ciñen a la apariencia de las cosas y aquel
que ahonda en sus sentimientos verdaderos se convierte en un extraterrestre, es
muy importante resaltar no solo aquello que se ve, sino lo que se siente. El
reciente ejemplo que nos han dejado los trabajadores de la limpieza y la
jardinería es idóneo. Compañeros que caminaban sobre la silueta del precipicio,
se han unido con coraje para defender su derecho a la alegría, como diría
Benedetti.
Estos días pasarán a la historia de la ciudad.
Andabas sin despegar la mirada del suelo, donde la acumulación de residuos te
percataba de la existencia de las papeleras: esas grandes olvidadas, que solo
dialogan con los barrenderos. La función de ambos en la ciudad es abismal. Es
más, si de algo nos ha servido esta huelga es para darnos cuenta del tsunami de
residuos que generamos y de la importancia de la profesión que se encarga de
retirar esa basura.
Entre tanta mierda, me encontré con esta
sensacional frase del periodista Josep Ramoneda: “La basura en las calles se
convierte en metáfora del desconcierto y de las fracturas de un país”. Muchos
somos los que pensamos que una calle impoluta no muestra la realidad de una
España que hace tiempo que cae en silencio desde un rascacielos, poco a poco,
ignorando el golpe que va a sufrir.
Cuando los poderosos juegan con la vida de las
personas a sus espaldas, por debajo de la mesa, te das cuenta de que toda
basura tiene el mismo color.
Reportaje publicado en el número de diciembre de la Revista Eboli News